Seis grados de separación

Cuando cayó en cuenta de lo que hacía ya era muy tarde. Tenía en la mano el celular y había marcado «enviar». Menuda manía de escribir impulsivamente y racionalizar después. 

Apagó el celular con apuro y lo volvió a prender rogándole al Todopoderoso de las redes sociales que por algún milagro el mensaje no se hubiese enviado. Soñando que abriría la conversación y que un signito de exclamación en un círculo rojo le devolvería el aire a los pulmones y el ritmo al corazón.

Pero no. El ganchito estaba allí, burlándose de él y asegurándole que lo hecho, hecho esta. Ahora lo que le quedaba era planear la respuesta deflectiva perfecta. ¿Qué sería esta vez? «No, eso no era contigo. No es a tí a quién extraño». Si solo pensarlo sonaba tonto, pretenderlo como cierto sería un insulto. 

Maldita impulsividad.

Pero más malditas son las ganas de hablarle. La picazón en los dedos, las horas que pasaba debatiendo sobre si abrir o no su twitter, sobre si valía la pena o no saber que estaba haciendo ahora ella por allá… en aquel lugar que antes se sentía tan cerca y que ahora parecía pertenecer a otro continente. 

El después debía haber sido más fácil antes, cuando pensar en los quehaceres de amores pasados se resumía a encuentros fortuitos, a las conversaciones temerosas de amigos que trataban de cuidarte el corazón pero que tampoco podían dejar de vivir. Pero ahora el después se mide inesperadamente en comentarios en fotos de amigos en común, en retweets que no quieres ver pero que alimentan sin querer pedacitos de ti que ya no te gustaría conocer. 

Maldita interconexión. Malditos seis grados de separación.